Disfrutamos de un
excelente desayuno a la orilla del lago y remamos una embarcación alquilada por
las aguas verde esmeralda del lago Pokhara hasta la orilla del otro lado para
iniciar la última caminata del viaje. Un ascenso de poco menos de una hora
hasta la Stupa de la Paz del Mundo,
un centro ceremonial con cúpula dorada que el gobierno de Japón había donado a
Nepal. Desde arriba las vistas eran superlativas mientras el viento nos daba de
cara. Pokhara yacía ahí como una pequeña metrópoli que descansaba entre lo
salvaje y la quietud, entre el yin y el yang, entre las murallas más altas del
mundo y aquel precioso estanque de aguas del deshielo.
Aquel día comimos
increíblemente bien en un restaurante japonés auténtico y cenamos una última
vez con nuestros amigos de Madrid y Lima mientras departíamos sobre la vida que
se hace camino, sobre los planes de futuro y la incertidumbre del momento que
vivimos y sobre las grandes posibilidades que ofrece. Buenas noches.