Como cada día despertábamos con ese
frescor del Himalaya, en el que las temperaturas descienden por la noche,
fenómeno que experimentábamos en nuestras propias narices que hacían las veces
de regulador térmico. Ese día nos dirigiríamos a Ghorepani, primer destino de altura considerable para ascender al
día siguiente a Poon Hill. Antes de
iniciar la marcha, recogíamos nuestros enseres y reorganizábamos las dos
mochilas, la de los porteadores y la nuestra. Nunca faltó a nuestras espaldas
un calzado de repuesto, agua suficiente, material de primeros auxilios como
tiritas, gasas… y accesorios varios necesarios para afrontar las condiciones
climatológicas, una braga, forro, guantes, linterna, gafas…Además de portar con
nosotros lo necesario, también considerábamos legítimo no cargar demasiado a
los porteadores. Después de la media hora de rigor almacenando nuestras
mochilas, desayunamos un delicioso gurung bread con confitura de fresa y Masala
Thai en el caso de Marta y con Tibetan tea hecho a base de mantequilla y sal.
Todo un aporte de energía para comenzar la caminata. Observamos uno de esos
carteles imaginativos y elocuentes en una de las paredes del alojamiento que
rezaba: ´If you want to be truly happy
live for others´
Iniciamos nuestro camino dejando a tras
el hotel Dipak, y adentrándonos en un maravilloso camino recortado por pasos
aéreos de puentes manufacturados, que asomaban a cascadas penetrantes con más o
menos flujo de agua, ya que la época no era la más propicia para apreciar
saltos contundentes. A medida que avanzábamos atravesábamos aldeas de altura en
las que los rasgos de la gente se iban tibetanizando, es decir, color sonrosado
por el sol de montaña, facciones duras, ojos rasgados y sonrisa dulce. Las
banderas de plegaria coloridas iban poco a poco haciéndose visibles, cuya
función era bendecir el paisaje de las inmediaciones o con otros propósitos a
través de sutras budistas.
El almuerzo siempre
constituía un espacio de atrevimiento para degustar las diferentes formas de
cocinar pasta o cereales con verduras y sus salsas de condimento. A menudo
preferíamos no comer comida especiada para evitar posibles complicaciones
digestivas, ya que si el estómago no resiste las piernas tampoco lo harán.
Comimos en un pequeño pueblo que quedaba a un linde del camino con un sol
inmenso que nos temperaba lo suficiente para acoger las tardes y noches
frescas.
Tras la comida
continuamos el camino cada vez más desconectados de las acompañantes noruegas
que no cesaban de hablar entre ellas, al margen del grupo. Los bosques de
rodoendros con su hojarasca ya caída y seca se iban sucediendo en estos tramos
del trekking con bastante asiduidad. Un viajero holandés que nos sacó una foto
con el fondo de una pequeña cascada que formaba un pequeño lago comentó que
aquel corredor lo frecuentaban al año 70.00 turistas y que en el periodo de
mayor afluencia de turistas, entre los meses de octubre y noviembre, muchos
montañeros encontraban verdaderas dificultades para conseguir alojamiento en
los hospedajes de montaña.
Poco a poco nos fuimos diseminando por
el camino debido al desnivel que éste iba tomando y uno a uno fuimos alcanzando
Ghorepani. Nos alojamos en el
hospedaje de nombre Snow view lodge,
un pequeño hostal de montaña regentado por una servicial y amabilísima mujer
que junto a su marido hacían las delicias de los turistas con sus platos
nepalíes. Aquí pudimos disfrutar de una buena ducha caliente, rápida y certera
para sentirnos limpios después de 2 días de sudor intensos. En el patio
interior de las viviendas que rodeaban a nuestro alojamiento, dos personas
vendían artes del Tíbet. Así, a una mujer le compramos dos pulseras con el
mantra Om ma ni padme hung para regalárnoslas entre sí con motivo de nuestro
enlace civil del 8 de marzo. La otra persona, un hombre entrado en años tocaba
como reclamo de venta uno cuenco tibetano delante de una pequeña stupa
oratoria.
Al anochecer la
calefacción del alojamiento hizo las veces de lugar de encuentro de excursionistas,
guías y porteadores y juntos nos sentamos en torno a ella mientras comentábamos
las experiencias y vicisitudes del día, mientras planeábamos el itinerario del
día siguiente. Algunos guías iban entonando canciones conocidas por todos ellos
mientras daban cuenta de un licor camuflado en una taza de café. Sonreían con
placer mientras seguían la siguiente melodía transcrita: iesa dibidi, iesa
dibidi… Nos acostamos con otro precioso
mensaje que colgaba de la pared de
nuestra habitación:´Great hopes
make great men´.