Abandonamos Sinuwa con
sensación de agujetas en las piernas. El camino serpenteaba la montaña y el
andar se convertía en un automatismo agradable para irse desperezando, como
cuando se sube al monte muy temprano y luego se tiene la sensación de tardar
más en hacer el mismo camino al regreso. Los dolores en las articulaciones de
las piernas se iban sintiendo cada vez más, sobre todo cuando aún no habían
calentado lo suficiente. Era ya buen momento para notar un completo
acoplamiento a las botas de cada uno. Los dedos de los pies ya estaban más o
menos curtidos y los tobillos respondían bien al vaivén del terreno. Cruzábamos
desniveles considerables de escalones de piedra arriba y abajo. La mayoría del
camino estaba adoquinado como una calzada romana. Las poblaciones nepalíes
locales habían ido colocando paulatinamente con los años miles de sucesivas
piedras, según se comentaba, para facilitar el transporte de alimentos y
enseres y al mismo tiempo para atraer a los turistas a realizar rutas de
montaña de varios días.
Era la primera etapa en
la que comenzábamos a ver nieve en las lindes del camino y en el horizonte. El
macizo Machhapuchhare se levantaba a nuestra derecha como un coloso sin fin. La única montaña no
culminada por su carácter sagrado, reconocimiento oficial del gobierno de
Nepal. Y así llegamos sin pausa hasta Dovan,
primera parada antes de llegar a Deurali,
con un sol de justicia, coloreando nuestra cara. Aquel día nos salimos del
guión y pedimos pizza, que nos supo a las mil maravillas.
Tras una parada “técnica” proseguimos el
camino cuesta arriba hasta Deurali, antesala de los campamentos bases del Machhapuchhare y Annapurna. El camino se antojó más dilatado de lo estimado. La meta de
la etapa se divisiva en el horizonte pero por más que zigzagueábamos, no nos
acercábamos visualmente. Atravesamos interesantes oquedades en roca, algunos
pasos enfilados en los que había que pasar con algo de cuidado y cascadas
naturales imprevistas nacidas del deshielo de las paredes verticales que nos
iban abriendo el paso. En algunos pasos se formaban riadas que había que pasar
con pericia para no resbalar.
Una vez alojados en el Shangrila Guest house (nunca mejor
dicho) saboreamos una rica cena rodeados de amigos y amigas. La relación con
las noruegas mejoraba, parecía que había sintonía. Conversamos en inglés
durante varias horas sobre las diferencias lingüísticas y culturales y de las
particularidades de Noruega y España. Cómo no, la música nórdica y su mitología
fueron temas interesantes para compartir. Dos alemanes de Hannover y Berlín muy
simpáticos que se encontraban realizando una cooperación en Bombay en un
colegio de Jesuitas con niños en situación vulnerable, se juntaron a nuestra
tertulia. El chico de Berlín, simpático, extrovertido y sonriente hacía honor
al carácter berlinés por lo que nos habían comentado. El chico de Hannover más
profundo, aventurero y sensible, nos recordaba a lo que sentimos en nuestra
experiencia sudamericana. Uno de los guías se mostró bromista durante toda la
noche, especialmente conmigo, haciendo símiles y comentarios sobre chicas y
chicos entre trago y trago. Lo pasamos muy bien. Nos estuvo enseñando
expresiones en nepalí que tratamos de recordar para interactuar espontáneamente
tanto con los guías como con los trabajadores de los alojamiento en los que
pernoctábamos así como habitantes de las poblaciones locales que cruzábamos,
hecho que valoraban y agradecían con una sonrisa.
Fue una noche preciosa
para compartir, propia de expediciones de montaña en las que las personas se
unen cuando sienten que van a acometer un gran desafío. Una estufa de keroseno
nos protegía del frío por debajo de la mesa a casi 3000 metros, donde las bajas
temperaturas se dejaban sentir al caer la noche. A pesar del gélido frío antes
de acostarnos, nos animamos a salir ya que la noche lo merecía. El cielo
iluminaba los paredones mastodónticos creando sombras y reflejos en el río que
bajaba precipitadamente por el cañón. Nos quedamos sin palabras al observar tan
vasta inmensidad y allí, lejos de todo y de todos Marta y yo nos quedábamos
boquiabiertos y absortos ante tanta belleza natural. Sin duda uno de los
panoramas más inspiradores y excelsos que jamás hayamos presenciado. Poco antes
de apagar la luz quedamos cautivados por los preciosos pasajes relatados en los
libros de Javier Reverte El río de la luz - Un viaje por Alaska y Canadá y
El Leopardo de Las Nieves de Peter
Matthiesen.