Amanecimos
muy temprano, sin luz por el corte de energía. Con la ayuda de unas velas,
recogimos nuestras pertenencias para bajar al hall del hotel donde nos esperaba
Bchim, nuestro guía con una sonrisa como cada mañana de ahí hasta el día final
del trekking.
Recorrimos caminando la distancia que
distaba de nuestro hotel a la estación en 10 minutos largos, pasando por la
gigantesca embajada de Estados Unidos, custodiada por guardias nepalíes que
guardaban control en las garitas circundantes. Justo en frente de la misma un
grupo de niños de entre 8 y 12 años se calentaba en torno a un bidón rodeado de
basura que ardía en los primeros destellos del día. Niños de la calle quizá desescolarizados,
sin uniforme escolar y sin libros o mochilas para cargarlos. En Nepal, al igual
que esotros países que visitamos como Ecuador, Perú o India los escuelantes
visten todos-as con uniforme para evitar diferencias o exclusiones por razones
socioeconómicas o de casta. Aquellos niños calentándose a la lumbre muy
posiblemente iniciaran su jornada laboral muy temprano o como algunos otro
menores dedicaban un par de horas a la venta ambulante antes de entrar a clase.
Nuestro guía nos
condujo al autobús turístico en el que subieron algunos turistas más, entre
ellos una pareja de adultos nórdicos con sus dos hijos, que no sobrepasarían
los 8 años, y que motivó una conversación entre nosotros sobre la idoneidad o
adecuación de llevar a o no a niños menores con destino a países en vías de
desarrollo. Cada plano que la vista alcanza a divisar en países como Nepal, un lienzo de sensaciones encontradas, de
derechos sociales no cubiertos, de sufrimiento, de incomodidades, de ausencia
de higiene, de mendicidad adulta o infantil, amén de grandes situaciones
satisfactorias, pero que la mezcla de ambas supone un reto de discernimiento,
empatía y compasión para el que atiende dicha realidad. Por otro lado en los
traslados aéreos y por tierra en países montañosos como Nepal y sin
posibilidades de mejora de sus infraestructuras, los viajes se convierten en
espacios de tiempo interminables y no siempre cómodos. Casi siempre observamos
a niños llorando, mareados, o fatigados.
El recorrido de Katmandú a Pokhara
suponía una distancia de 180
kilómetros que cubrimos en 7 horas con dos descansos
para desayunar y almorzar. Gran parte del trayecto lo hicimos dormidos por el
desgaste del viaje de días anteriores. El río
Trisuli nos acompañaba a nuestra vera derecha mientras se sucedían sin
descanso fábricas cementeras y canteras en declive para la construcción, en la
que el río era el recipiente de los deshechos y vertidos de las mismas como
consecuencia del proceso de fabricación, arduo y sin tregua por la falta de
tecnificación en general del país. Nepal es un hermoso país que ocupa por
sorpresa el puesto 138 de 169 en el Índice ce Desarrollo Humano (IDH) y las
mayores carencias para la vida de las personas se manifiestan en gran medida en
ausencia de Infraestructuras. Por otro lado no tiene salida al mar con lo cual
prácticamente para su abastecimiento depende de las decisiones de Nueva Delhi y
en algunos casos de los acuerdos comerciales a los que llegan los dos colosos
India y China.
El camino que seguía
nuestro autobús, un antiguo modelo similar a los que se utilizaban en los
ejércitos, serpenteaba por las laderas de las montañas encontrando atascos a
cada kilómetro que ralentizaban la ruta. Según Bchim podía haber hasta una hora
de diferencia a la hora de calcular el trayecto en función de la cantidad de
tráfico que hubiera. Ya en Pokhara y con la ayuda de un taxi, llegamos a buen
puerto a nuestro agradable alojamiento Himalayan
View, donde nos recibió su personal con un café. En Nepal es común (algo
que nos recordó mucho a Ecuador) que la gente preguntara por tu estado, por tu
nivel de satisfacción en el país, algo que agradecíamos, ya que embalsamaba
nuestras tensiones musculares y nos sentíamos conectados de alguna forma a la
gente, al entorno, es decir, nos hacían partícipes, algo que hemos echado de
menos en algunos viajes, ese sentido de la hospitalidad, de “mi casa es tu
casa”.
Después de acomodarnos y dejar las
mochilas de viaje, nos fuimos a dar una vuelta al lakeside (la orilla del lago)
del lago Pokhara, un hermoso lago en
la base de la cordillera del Himalaya, cuyos picos nevados en los días de cielo
despejado se reflejan en las aguas de tono esmeralda de la masa de agua o al
menos así lo atestiguaban las fotos que el hotel exhibía en sus paredes.
Pequeños templos hindúes se asomaban al lago por su orilla oriental mientras un
precioso parque hacia de antesala a sus tranquilas aguas. En la otra orilla
montañas de frondosos bosques se amontaban entre sí mientras las plácidas
barcas de colores variopintos remaban en diferentes sentidos y direcciones.
Las barcas se podían
alquilar con o sin remero y también vimos en un punto que se podían rentar
bicicletas para conocer la ciudad. Por allí cerca el jolgorio de una boda
nepalí llena de bullicio y su música se dejaba escuchar. Por lo que nos
comentaron, estas bodas duran varios días y se prepara comida para un
regimiento. Poco antes de volver al hotel a descansar y coger algo de ropa de
abrigo visitamos el Fishtail hotel
(hotel cola de pez) un hermoso alojamiento sobre una isla dentro del lago al
que se accedía a través de un breve paseo en plataforma flotante tirada por una
cuerda atada a dos cabos, uno el de la isla, y otro el de la orilla.
Por la noche fuimos a cenar a un
sabroso restaurante tibetano establecido en la zona desde 1982 al que habíamos
echado el ojo. Allí dimos cuenta de los riquísimos momos de espinacas y queso,
comida de origen tibetano, y la cerveza local Everest, de agradable al paladar.
En su etiqueta rinde tributo un alpinista neozelandés, que junto al sherpa Tenzing Norgay, fue el primero que
alcanzó la cima del Everest el
29 de mayo de 1953. Tras un belicoso té tibetano a base de jengibre y
mantequilla nos recogimos a dormir para iniciar nuestra andadura hacia el
campamento base de la montaña Annapurna.